OBRINT LA FINESTRA

M'agrada assomar-me a la finestra i veure que hi ha més enllà. Normalment després me retiro a l'habitació i continuo amb el que estava fent. Avui m'han pegat una espenteta i he decidit travessar la finestra.

viernes, 27 de agosto de 2010

AZÚCAR

Martina soñó con una bandeja grande a rebosar de pasteles. Barquillos de chocolate rellenos de nata, palos de caramelo y crema, merengues blancos o color café como magdalenas gigantes, hojaldres con piñones y cabello de ángel y pelotas de crema. Se despertó con el sabor a azúcar de su infancia en los labios.

Abrió los ojos y recordó aquellos tiempos. Tía Alberta trabajaba en una pastelería detrás del mostrador, de lunes a domingo sin descanso. El domingo era siempre un día muy especial, la tía les obsequiaba con los pasteles que sobraban del día, que conseguía a punto de cerrar el negocio a mitad de precio. Para niños y mayores era todo un festín, comprar pasteles era un lujo solo al alcance de unos pocos. La tía ofrecía siempre, para sus hijos y su familia. Era lo natural. En lugar de hacer la siesta después de comer, se calzaba los zapatos y caminaba dos calles abajo por el pueblo para acercar a Martina y su familia los manjares tan esperados. Cada semana sucedía lo mismo, era como un ritual, como la misa de las doce o la merienda de las seis. Aunque siempre en casa fingían que era una sorpresa: no debiste hacerlo tía-decían sus padres-hay demasiados-repetían. Su madre, mientras hablaba, contaba los pasteles para hacer la división exacta. La madre de Martina era muy justa. Por el contrario en su casa la generosidad era un impostura, un quedar bien, un devolver el favor. Y aunque hasta sus padres se relamían de gusto al probar los pasteles, les producía un cierto desasosiego ya que nunca sabían como corresponder. Les gustaba saldar sus deudas cuanto antes.

Martina no recordaba si alguna vez dio besos a sus padres. Imaginaba que sí pero sería muy pequeña. A tía Alberta le sigue dando besos cada domingo, y cada tarde cuando pasa a verla casualmente por su casa. O quizá es la tía la que le besa con el mismo entusiasmo de cuando era pequeña. Su rostro es más alargado y la tristeza de vez en cuando recorre sus pupilas como una sombra, un ala de mosca que se desvanece cuando ve aparecer a Martina por la puerta. Martina solo sabe que las mejillas de la tía tienen sabor a azúcar y a chocolate.

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