Gloria cada lunes a las ocho menos cuarto de la tarde preparaba unas pequeñas vacaciones. Iba a patinar por el carril bici que habían construido detrás de su casa donde antes pasaba el tren. Se deslizaba veloz bordeada de calles, césped y algún huerto de naranjos que todavía quedaba en un solar donde no llegaron las casas unifamiliares levantadas en época de bonanza. Su horizonte eran las montañas azules que se vislumbraban al girar la esquina del colegio nuevo del barrio. A veces, el sol se descomponía en trazos anaranjados que teñían el cielo del patio de la masía del tío Miguel.
La masía había resistido el paso del tiempo. Sus casas modestas contrastaban con la riqueza de materiales y de formas de las viviendas vecinas, todas de nueva construcción, de contornos simples y minimalistas.
La masía, sin embargo, era de piedra encalada en blanco, de formas irregulares y materiales nobles pero modestos. Conservaba una buganvilla que trepaba por el lado de la puerta de entrada, subía a la ventana del primer piso y aterrizaba en el último, volcándose sus flores en un fucsia que invadía dulcemente la pequeña terraza, rivalidando en intensidad con el naranja de la puesta de sol. Hubo un tiempo en que alguien se apoderó de los colores vigorosos, y las flores y los cielos deslucían entre los edificios de costes desorbitados. Las plantas debían ser escogidas por un decorador que sabía. Lo previsible y adecuado, reemplazó lo salvaje. Y los colores se fueron apagando.
Iba veloz Gloria hacia la luz de la tarde, y cada lunes a las ocho, se producía el encantamiento: el tiempo retrocedía unos cuantos años. Ella entonces recortaba con su vista la masía de otros tiempos, y aparecían huertos de naranjos, y matas de claveles chinos esparcidos entre los huertos y los regueros, que sustituían lo que hasta ahora eran casas con cocheras en hileras formando calles. Desaparecían también los coches y las piscinas. Y los sonidos de motores y algún pitido.
Cuánto más rápido llegaba, más podía prolongar ese momento. Iba entonces despacio, como una patinadora sobre la pista de hielo, movía sus piernas en un baile suave, descorriendo las cortinas del tiempo y dejando que el sol de la tarde le mostrara el paisaje de otra época. Después daba la vuelta a la masía y volvían a aparecer las casas y el césped. Y otra vez a correr.
Cuando por la noche se miraba al espejo para lavarse los dientes, todavía conservaba la luz brillante de la tarde que se había quedado como un destello de brillo rojizo en su pelo castaño.
Pero un día algo falló.
Gloria, como cada lunes, partió veloz a sus pequeñas vacaciones y encontró un solar donde antes estaba su pasado. Se enteró por unos vecinos que el tío Miguel había muerto y sus nietos lo vendieron todo rápidamente. Un día una excavadora derrocó la masía. Un solar vacío y polvoriento sustituyó lo que antaño eran casas humildes. La buganvilla, sin embargo, se resistía a ser destruida. Permanecía fuerte como el bastión de otros tiempos salvajes y libres. Vieron entonces que dentro de la masía había una fuente de la que brotaba agua entre piedras y hierba.
Ese día no se produjo el encantamiento.
Gloria ganó el concurso provincial de patinadoras, y después el nacional. Estaba orgullosa de sí misma porque había trabajado mucho. Pero por mucho que corría, sabía que no llegaría nunca a las pequeñas vacaciones de los lunes. Para qué correr tanto, se dijo un día.
Cuando volvió a recorrer reposada el camino de la antigua vía de tren, vio una buganvilla que había tomado todo el solar. Un manantial alimentaba el tronco del árbol de color rosa. A los lados, pequeños claveles blancos, se esparcían saltando los márgenes del terreno. Por suerte, hacía años dejaron de construir.
Gloria se sentó bajo el árbol y escribió una historia. Mientras lo hacía una hoja de un fucsia transparente caía lentamente al lado del lápiz. De noche, un reflejo rojo, como una brizna del pasado, se había enganchado en su pelo, bruñido de plata, nutrido esa noche de la luz de la luna.