A medianoche del cuarto día comenzaron las arcadas. Los vómitos eran más intensos que nunca, ya no podía más, arrojó y arrojó hasta que no tuvo más en el cuerpo. Entonces dio un impulso grande que partió de la garganta y todo su cuerpo se dio la vuelta como en un calcetín. Cara, cuerpo y extremidades. En un blup, un golpe decidido, y estaba del revés. Por dentro era igual que por fuera pero mucho más sensible. Su piel estaba en carne viva los primeros segundos. Después creció de inmediato, apareció una piel fina y transparente como la de un bebé. Desde la piel, traslúcida, se podían ver todas las venas del cuerpo y la sangre correr. Solo permaneció así unos breves instantes. Después, en otro golpe de vómito, se dio de nuevo la vuelta y se volvió del derecho.
Entonces apareció otra, mucho más sonriente, fresca y decidida. Más joven y valiente. Lo primero que hizo fue deshacerse del diazepán que estaba encima de la mesilla de noche, y que una amiga le había recetado si no conseguía dormirse la noche del cuarto día. Pero el cuarto día lo pasó descansando. Floreció una sonrisa por dentro que la blindó durante una temporada. Y se levantó contenta. Por dentro seguía siendo sensible pero no tan vulnerable. Le había crecido una segunda piel transparente que la protegía. Y por fuera no era tan adusta. Se había transformado la dureza en dulzura, la indecisión en arrojo. Mejoró bastante su rostro: la sangre volvió a regar sus mejillas y una chispa de luz pellizcaba sus pupilas.
Se calzó los tejanos y salió hacia el teatro. Por detrás, en la parte baja de su espalda, asomaban dos puntas arcadas como pequeños cuernecillos de toro. Cuando se agachó y cogió la bolsa para ir al teatro, ellos vieron una sonrisa, un tatuaje discreto, una marca curvada en su nueva piel.
Era otra.
Del derecho y del revés.